La pasada reunión de los BRICS (el grupo que reúne a los grandes países emergentes: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) ha constatado el cambio de ciclo al que se está sometiendo el régimen de gobernanza global surgido de la caída del muro de Berlín. Tras unas pocas décadas celebrando la globalización liberal, basada en un modelo de libre comercio con vocación multilateral y regido por reglas, y bajo la tutela de organizaciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, el modelo de gobernanza económica internacional está dando muestras no sólo de agotamiento, sino más bien de defunción. Los datos indican que, tras la crisis de 2008, la exposición internacional de la economía global, medida como la relación entre exportaciones e importaciones sobre el producto interior bruto mundial, se encuentra estancada, tras dos décadas de fuerte crecimiento. Los recelos geoestratégicos, que tanto se han incrementado por la invasión rusa en Ucrania, han vuelto a aparecer y los grandes países emergentes hablan ya sin tapujos de la necesidad de ofrecer un contrapeso global al otrora incuestionable dominio de las economías occidentales. El tiempo corre a su favor pues a medio plazo, los países emergentes no sólo alcanzarán sino que superarán el peso económico de los países altamente industrializados reunidos en torno al G7.
Sin haber firmado su certificado de defunción, el sistema multilateral de comercio representado por la Organización Mundial de Comercio está herido de muerte, y los marcos de diálogo multilateral promovidos en torno al G20 han obtenido muchos menos resultados de los esperados. Mientras este sistema se readapta a la nueva situación, las grandes economías emergentes han decidido no esperar más y llevan años promoviendo sus propias instituciones internacionales, como el Banco Asiático de Infraestructuras, construido a imagen y semejanza de la diplomacia económica china.
La ampliación de los BRICS para incluir nuevas economías como Arabia Saudí, Argentina o Irán apuesta por conformar un grupo de poder con el que construir un régimen multipolar, como contrapeso ante un sistema dirigido por economías que ya no mantienen el liderazgo que tenían en el pasado. Las economías occidentales pueden responder de múltiples modos a este nuevo impulso de los emergentes. Una respuesta puede ser reeditar la era de las áreas de influencia, a través de un refuerzo de los lazos de cooperación y comercio con los países en desarrollo, a la espera de lograr un equilibrio que recuerda a la Guerra Fría. Teniendo en cuenta que China es, hoy, el primer socio comercial de gran parte de dichos países, la estrategia requerirá de numerosos recursos y una gran generosidad, que ahora mismo ni está ni se la espera. Una segunda aproximación, no necesariamente excluyente, puede ser reforzar el régimen multilateral como “camisa de fuerza” que permitió cierta convivencia durante el siglo XX. Una situación de mínimos que no permitirá avanzar en la consecución de los retos globales que, como el cambio climático, no se pueden basar en la coexistencia, sino en la cooperación intensificada.
Una tercera opción, tampoco excluyente, es buscar un nuevo modelo de gobernanza más equilibrada en el que los países occidentales tendrán que ceder parcelas de poder. Hoy, en el FMI, cinco países tienen más del 40% de la capacidad de voto (Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia y el Reino Unido), una cifra muy por encima de su peso económico actual global. Mientras esto ocurre, los BRICS, que representan más del 20% del PIB mundial, reúnen un poder de voto de menos del 10%, y compartido además con otros países en el sistema de grupos regionales.
Si queremos mantener el régimen de cooperación multilateral, es absolutamente imprescindible reformular el sistema de gobernanza de las organizaciones que lo tutelan, y, además, escuchar nuevas propuestas y negociar sobre ellas. Los retos globales que tiene por delante la economía internacional requieren de importantes acuerdos y una acción compartida, y estos acuerdos ya no pueden basarse exclusivamente en la manera en la que los occidentales ven el mundo. Para sociedades que tienden a considerar su posición como el modelo universal a seguir, cuanto antes veamos la perentoria necesidad de reconsiderar esta creencia, y actuemos en consecuencia, más probabilidades de éxito tendremos.
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