De consolidarse el de Gabón, África habrá sufrido 10 golpes de Estado triunfantes en apenas cuatro años, con golpistas que, en general, llegan al poder para quedarse. Es lo que muchos expertos denominan ya como una auténtica “epidemia por contagio” de golpes de Estado, en los que los militares se atrincheran en el poder. Ya sea para derrocar a un presidente que reprime las libertades o se quiere eternizar en el cargo, para reconducir las políticas de un país amenazado por el avance yihadista o por mera ambición, lo cierto es que la injerencia de los uniformados en la política aumenta en África a unos niveles que no se recordaban desde la época dorada de los levantamientos militares, entre los años sesenta y ochenta del siglo pasado.
El primer espasmo de este ciclo se vivió en Sudán. El 11 de abril de 2019, tras cuatro meses de intensas protestas que se desencadenaron por la subida del precio del pan, pero que pronto exigieron la cabeza del presidente, el ejército decidió derrocar al dictador Omar al Bashir en medio de un gran júbilo popular. Los militares prometieron que estarían dos años en el poder y cederían el paso a los civiles, pero la realidad es que, el 25 de octubre de 2021, las mismas Fuerzas Armadas abortaron la transición democrática prometida y la violencia y la represión de manifestantes volvieron a ser la norma. Hoy, el país está sumido en una devastadora guerra por la ambición de dos hombres, el general Abdelfatá al Burhan, jefe de las Fuerzas Armadas, y Mohamed Handam Dagalo, líder de las Fuerzas de Apoyo Rápido.
En el vecino Chad, todo se precipitó a mediados de abril de 2021. La muerte de Idriss Déby, al mando desde 1990, en una escaramuza con un grupo rebelde, provocó la inmediata subida al poder de su hijo, el general Mahamat Idriss Déby, sin respetar ni el procedimiento establecido en la Constitución ni organizar elecciones. Para tranquilizar a la comunidad internacional, el joven general prometió una transición de 18 meses y convocó un diálogo nacional fallido. Hoy, casi un año después de que se haya cumplido el plazo, el hijo de Idriss Déby sigue al frente de Chad y no tiene ninguna intención de dejar el sillón presidencial.
Pero si hay una región de África que se ha visto sacudida por recientes golpes de Estado, esa ha sido el Sahel. Desde que el coronel Assimi Goïta se hiciera con el poder en Malí en 2020 tras derrocar a Ibrahim Boubacar Keïta hasta la reciente asonada militar en Níger, el pasado 26 de julio, con el general Abdourahamane Tchiani al frente de una junta militar bajo la amenaza de una intervención militar de los países de la región, el Sahel ha sido el escenario de una ola de golpes. En Malí, Goïta volvió a protagonizar un levantamiento en mayo de 2021 para consolidar su poder, mientras que en Burkina Faso dos golpes de Estado en 2022 acabaron por conducir al sillón presidencial, primero al teniente coronel Paul-Henri Sandaogo Damiba y, nueve meses después, al capitán Ibrahim Traoré.
En estos tres países del Sahel el denominador común es la amenaza yihadista y las enormes pérdidas materiales y humanas sufridas por sus ejércitos en la última década. Todos los golpistas justificaron sus acciones por la necesidad de reconducir la política antiterrorista, lo que en el caso de Malí llevó incluso a la búsqueda de un nuevo aliado internacional, Rusia, y una nueva fuerza militar sobre el teatro de operaciones, los mercenarios de Wagner. Otra similitud entre los tres países es que los golpes militares cabalgaron a lomos de un sentimiento antifrancés expresado con vehemencia en las calles y las redes sociales. La guerra contra los yihadistas se ha recrudecido en Malí y Burkina Faso, pero los avances son escasos y la confianza recibida por los militares empieza a agotarse.
Así ha ocurrido también en Guinea-Conakry. El 5 de septiembre de 2021, el coronel Mamady Doumbouya se alzó contra el presidente Alpha Condé, quien, tras forzar su candidatura a un tercer mandato y ganar unas dudosas elecciones, había emprendido una feroz represión contra la oposición. Así, el golpe fue recibido con alegría por buena parte de la población, que pronto se percató de que Doumbouya no era precisamente un libertador y que su intención, más bien, era mantenerse en la cúspide. Sus promesas de transición democrática tampoco se han cumplido y, en la actualidad, su divorcio con una sociedad civil atemorizada y bajo vigilancia es total.
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La efervescencia cuartelaria que ha alumbrado estos golpes de Estado es objeto de frecuentes debates e intervenciones públicas por parte de expertos e intelectuales, que no se ponen muy de acuerdo respecto a su origen y sus expectativas de futuro. Lo que para el investigador y profesor de historia camerunés Achille Mbembe es un “fin de ciclo histórico” y la emergencia del “neosoberanismo”, para Gilles Yabi, responsable del think tank Wathi es “un retorno a la ley del más fuerte” y “la vía abierta a la paranoia permanente y a todos los abusos”. En lo que sí hay práctica coincidencia es que, frente a golpes previos que traían la democracia, como los de Mauritania en 2005 o Níger en 2010, ahora los militares se resisten a marchar.
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