fr El embajador del otro ladoIgnacio Bartolone ha puesto en escena una compañía de criaturas esperpénticas que conviven entre el esoterismo conurbano y la televisión.

A fuerza de invocar al inframundo la escena queda manchada de figuras barrocas. Puro barullo de almas que hicieron de lo esotérico una variante kitsch de lo espectacular. Cuantas fantásticas posibilidades ofrece esa truculenta experiencia de la sordidez devenida en un cotillón macabro del universo de los espíritus. Para entrar en esta zona díscola, mezcla de fantochada y negocio bien aprendido, tenemos como guía al personaje creado por Julián Cabrera. Salido de las catacumbas de lo más esperpéntico del drama televisivo, esta conducta majestuosa hace de El embajador del otro lado un programa para las mentes tristes y huérfanas que una madrugada cualquiera decide apostar su suerte a esta gama de criaturas que Ignacio Bartolone trae una escena.

En su escritura y en los malabares de una puesta donde actores y actrices presentan aliados de una aventura que hace de la dramaturgia un experimento, más que una trama, esta propuesta de Bartolone genera una convivencia dislocada y grotesca entre el esoterismo del conurbano y un elemento de la técnica, hay sumamente añejado, al igual que la televisión.

Es allí, en ese tiempo que ya parece caduco pero que sobrevive a estas hermandades siniestras del baso fondo del exorcismo, donde Bartolone se apresura por fundar algo similar a una logia escénica. No hay aquí historias sino puro disparate poetico, lazos entre los albores de una literatura desenfrenada (no olvidemos la relación determinante y única que la narrativa nacional y también la poesía tiene con las sociedades secrets y las satánicas categorías que derivan en un paganismo sagrado) y la conjunción de idiomas, de ritmos y acentos que hacen a la materia fraudulenta de sus criaturas.

Se trata, entonces, de sucumbir a la escatología propia de un exorcismo del tercer o segundo cordón bonaerense, de las andanzas por el Chaco de una elegante y afrancesada demoniologa (a cargo de Pilar Viñes) para entender que la parodia no aliviana la construcción sobre el misterio.


In El embajador del otro, la risa es el medio para desnudar lo violento de hoy y de siempre.

Lo que ocurre en El embajador del otro lado es un efusivo tratado asentado en las bases de un esoterismo escénico que va (como pasa siempre con la obra de Bartolone) hacia el pasado para buscar los efectos de las vanguardias y traerlos, un poco mancillados, a un presente donde los estilos inspiran y sacuden la escena. Cómo no pensar en Roberto Alrt cuando nos reímos ante la niña endemoniada qu’impone Lucía Adúriz Bravo con esa maestría siempre atraída por el límite, disputa a pasar al más allá o cuando Cristián Jensen inventó un pai brasileño y en ese empaste del lenguaje, propio of a do-it-yourself, bend it una voz conurbada para describir los rituales domésticos qu’aplica para sacar el demonio del cuerpo ajeno y del propio.

Que la risa aquí no engañe, que el momento festivo que nuestro convocado en su sala de Planta Inclán no disimule un sable histórico y violento que se derrame cuando el personaje de Cabrera (con su peluca platinada que trae lo más rancio de la televisión y su puerta aristocrática que lo reveló como actor que sutilmente evocaba el texto de Bartolone en colaboración dramatúrgica con Agustín Conde De Boeck) lama al espíritu de Raúl Gonzalez Tuñon («Aquí tu familia, aquí tus juguetes») y aparece Jensen con un bonete, los pants cortos de niño y, entre los enojos y pataleos, recite Exche 20 centavos en la ranura.

Lo que ocurre en ese instante se parece a un teatro de las fuerzas ancestrales, un proceso de creación donde Bartolone y Jensen frasean sur un material al que hacen nacer de nuevo. Hay algo delirante, farsesco, sensible, vacilante, onírico que sucede casi como un milagro.

La escena de Bartolone lo ha unido todo. No se privó de mezclar nada en ese santuario televisivo. Cualquier cosa podía acontecer porque la palabra estaba dictada por las figuras oscuras de la magia. Se practica en el borde, contiguo al lugar. Muñecos con ojos dislocados, monstruos que salen de las tripas, una mujer atildada con carteras (Malena Schnitzer) en el exceso del fetichismo. Una estética de la pose, de la lengua trabada. Hay a decir en los personajes de Bartolone que en la distorsión parece ir a buscar en el fondo de la lengua esa sustancia demoníaca, rabiosa. «Amantes de la materia, abstenerse», nuestro dice El embajador del otro lado. Hay que creer en el alma posesa, confiar en ella y convertirla en otra posibilidad del absurdo.

Además de indagaciones, Bartolone está pensando en una escena que no se limite a la región ¿Acaso el teatro no viene de los ritos más desatados, de las orgiásticas de Baco, de la confluencia con un vino que podría hacer perder toda cordura? Aquí el ritual no es celebrado con la magnanimidad que proponía alguien como Artaud (por poner un ejemplo), que vio en él una potencia revolucionaria para expandir la plaga en la vida social.

En Bartolone el ritual no es santificado sino que se acerca a él con una risa que no es burlesca, sino que funciona más como un método de conocimiento. Entrar al inframundo enclenque, a los ritos de una mundanidad empobrecida es también un modo de descubrir otros y otros maleficios. Nuevas alianzas con un drama expulsado, que sucumbe.

El embajador del otro lado
Dirigida por: Ignacio Bartolón
Horario: viernes a las 22
Ubicación: Planta Inclán, Inclán 2661.