James J. Jordan era un loco, un redactor publicitario que ideaba coletillas cargantes pero memorables, como “Prefiero pelear que cambiar” para los cigarrillos Tareyton y “Cuando tomas más de una” para la cerveza Schaefer. En otras palabras, era muy bueno en su trabajo.
Ahora se ha convertido, a título póstumo, en autor de eslóganes de un auténtico loco de atar, un expresidente que intentó anular unas elecciones y que todavía puede destruir la democracia estadounidense.
Dada la amenaza existencial que Donald Trump supone para EE UU tal y como lo conocemos, sus ideas económicas no son lo primero que le viene a la mente a la mayoría de la gente. No obstante, fue un tanto desconcertante ver a Trump proponer, como hizo la semana pasada en Fox Business, un arancel del 10% sobre todas las importaciones de EE UU, un arancel al que describió como un “anillo alrededor del cuello” de la economía estadounidense.
Antes de pasar a explicar por qué sería una idea realmente mala, no puedo dejar de señalar lo llamativo que resultó oír a Trump utilizar esa frase. Es un dogma de fe entre muchos republicanos que el presidente Biden está renqueante y senil (aunque no lo está ni mucho menos). ¿Qué dirían si Biden estuviera promocionando una de sus grandes ideas políticas con un eslogan publicitario de hace 55 años que pretendía describir algo malo? (Se suponía que el detergente Wisk evitaba el anillo alrededor del cuello).
Bien, pasemos al contenido económico. Lógicamente, un arancel sería un impuesto; un impuesto que, independientemente de lo que afirme Trump, afectaría de forma desproporcionada a las familias con rentas bajas. También empujaría a los consumidores a comprar productos más caros y de menor calidad, porque eso es lo que hace el proteccionismo, empobrecer a EE UU en su conjunto. Pero centrarse en los costes económicos del anillo alrededor del cuello de Trump pasa por alto las principales razones por las que su idea es tan mala.
Uno de los sucios secretos de la economía internacional es que, aunque los aranceles crean ineficiencia, según los modelos estándar esos costes de eficiencia son bastante modestos a menos que los tipos arancelarios sean muy altos. Incluso a finales del siglo XIX, cuando EE UU tenía aranceles medios del 30% al 40%, las mejores estimaciones indican que los costes de eficiencia eran inferiores al 1% del PIB. Los efectos económicos directos de la medida arancelaria de Trump serían probablemente mucho menores.
Pero los efectos geopolíticos de un arancel así serían desastrosos. La economía mundial moderna está construida en torno a un sistema de normas que rigen y limitan la capacidad de los gobiernos nacionales para imponer restricciones comerciales a su antojo; un sistema, por cierto, que fue creado en buena medida por EE UU, sobre la base de la política de “acuerdos comerciales recíprocos” que comenzó con Roosevelt.
Este sistema tiene múltiples virtudes. Resulta crucial para las economías más pequeñas y pobres que necesitan garantizar su acceso a los mercados mundiales para prosperar y, en algunos casos, incluso para sobrevivir. (Pensemos en Bangladés, que seguramente se moriría de hambre sin la posibilidad de exportar ropa). Pero el sistema también resulta ventajoso para los países grandes y ricos, en gran parte porque los protege de las exigencias de los intereses particulares. Durante mi limitada experiencia en el Gobierno, pude ver cómo los funcionarios bloqueaban muchas ideas proteccionistas y autodestructivas de los cargos políticos, informándolos de que constituirían una violación de los acuerdos comerciales de EE UU.
Si EE UU pusiera en práctica la propuesta de Trump de un arancel unilateral y generalizado, se estaría separando a todos los efectos del orden internacional que tanto se esforzó por crear. El resultado sería una oleada mundial no tanto de represalias —que también— como de emulación, una batalla campal de aranceles impuestos para satisfacer a diversos grupos de interés. Esto sería malo para la economía mundial, pero lo que es todavía más importante, fomentaría la sospecha y la hostilidad entre países que deberían ser aliados.
Claro que uno podría decir que no le importa, que EE UU es una gran potencia con derecho a hacer lo que crea que sirve a sus intereses. Pero hay una pega: la idea de Trump no solo es excesiva, también es descerebrada. Piensen en el contraste con la Administración actual. La gente de Biden no son precisamente puristas del libre comercio; están llevando a cabo políticas industriales que incluyen importantes disposiciones que incitan a comprar productos estadounidenses; de hecho, sus políticas son lo suficientemente nacionalistas como para provocar la reacción negativa de algunos economistas y las protestas de algunos de nuestros socios comerciales.
Pero su nacionalismo económico tiene fines bien definidos. Está dirigido en parte a mejorar la seguridad nacional mediante el fomento de tecnologías esenciales, y en parte a consolidar el apoyo político a la acción climática necesaria y catalizar la inversión privada en energía verde.
Uno puede estar de acuerdo o no con la ruptura de Biden con la ortodoxia del libre comercio (yo lo estoy), pero desde luego no es ninguna estupidez.
El anillo alrededor del cuello de Trump, en cambio, sí que es una estupidez. Resulta difícil encontrar la lógica de su arancel más allá de la burda idea de que las importaciones son malas y de que una tasa arancelaria reduciría el déficit comercial (algo que probablemente no haría). Y el proteccionismo sin sentido de Trump es síntoma de un desdén más amplio no solo por la experiencia, sino por cualquier tipo de pensamiento riguroso, un desdén que se ha contagiado a prácticamente todo el Partido Republicano.
Así que, aunque las ideas de Trump sobre los aranceles no son las que más deben preocuparnos si recupera el poder —puede que ni siquiera estén entre las 10 primeras—, se suman a las razones por las que su posible recuperación de la Casa Blanca debería darnos mucho, mucho miedo.
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