A paso ligero de octogenario y sin saludar, Bob Dylan sentí detrás del piano y la banda arremolinó a su alrededor en formación. Empieza la apuesta. Y suena el hoy poco punzante riff de ‘Mira el flujo del río‘, en el que el chico de Duluth cantó casi inaudible y haciendo temer los peores presagios sobre su voz: «Qué pasa conmigo, no tengo mucho que decir». Historia histórica, una de las figuras capitales del siglo XX, el genio que dio fondo al rock and roll, gazmoño él porque no tiene nada que decir al patio del Jardín Botánico que todavía andaba sentándose. Lo que tampoco dijo es que se trata del final del cuento. Pero sobran las palabras, viven las sombras. Y la voz la tiene mejor que bien, falsa alarma.
Lejos de los estadios a lo Bruce Springsteen, el concierto se plantó como el clon del clon de este largo tour en lo que ya sabes lo que verás: mucho de su último disco de 2020′Maneras ásperas y ruidosas‘ y clásico ningún. Sigue haciendo deconstrucciones a lo Ferrán Adrià de sus platos musicales pero manda la cuadrícula en el repertorio basado en su 39 álbum, una obra spectral y elevada. ¿A dónde venir? Porque con su grupo ha refinado un cóctel estático, atemporal y hasta psicodélico de sus obsesiones por el folk, el blues y el rock and roll. Incluso es un poco crooner y podría darle al death metal con esa lija tuberculosa que saca cuando grazna.
El decorado crepúsculo era. De fondo los abetos del bosque, illuminados en un juego de azules, y en el escenario la banda mirando a Dylan delante de un elegante telón con luz intensa en los bajos, como si tocaran en el centro de una hoguera outfit. Y obtuve a caer sin discurso entre media’Lo más probable es que sigas tu camino (y yo seguiré el mío)’de ‘Rubia sobre rubia’, ‘Falso profeta‘ y antes justo, mención especial, al primer plano de Dylan en ‘yo contengo multitudes‘. Realmente, su piano y él fueron la base sobre la que su exquisita banda jugó con magisterio y química. Estupendo sonido. Y el agua respetó el show, buen detalle pues hasta un minuto de empezar seguían lloviznando.
La noche del oscuro Dylan, tres ‘thank you’ largo de la cita, y su equipo también de negro a juegos versó acerca de variaciones rock y blues con detalles en sus progresiones y arreglos las que el cantautor de Minnesota fraseaba en su timbre reconocible y admirable a sus 82 años. Historia histórica escuchar su característica nasalidad. Pelazo también. Y energía, siempre de pie con las piernas abiertas, se sentaba apenas cuando no cantaba, que era casi nunca, para levantarse con ímpetu. Inmóvil, eso sí, solo tocó el piano y ni rozó la guitarra o armónica.
The parroquia respetaba en silencio al grande entre los grandes, en un concierto mata-emociones con algún tramo tedioso, en donde Dylan parecía un niño jugando concentrado a pulir el salvajismo cerebral de su ingenio intercalado con canciones bonitas. En la parte final llegó una versión de acebo amigouna recreación atmosférica y celestial de ‘madre de las musas‘, la joya de las joyas anoche, y un cierre con’cada grano de arena‘, de su memorable disco álbum de los 80 ‘Shot of Love’. Si alguien esperaba algún golpe, debería flipar. Pero si alguien se decepciona con Dylan a estas alturas, que se lo mire. Ver a alguien libre siempre es inspirador, además. Al final, se acercó tambaleándose al borde del escenario y demostró casi retador al público. Ninguno levantó la mano. Y metió entre las sombras de donde, algún día, ya no saldrá.